lunes, septiembre 05, 2005

Sal

Soy la antítesis de la coquetería. No me van los peinados “molones” ni la ropa cara. Vomitaría sobre todos los tacones del mundo –esos instrumentos de tortura que se asume que realzan ¿qué?- y me aburren soberanamente los desfiles de moda. El maquillaje se me antoja un innecesario disfraz de lo natural y creo firmemente que los espejos sirven sólo para mirarse uno mismo a los ojos, bien dentro, y tratar de comprender qué cojones se pinta en el mundo.

Aún así creo en la belleza ajena (que no la mía). En la belleza de las lineas quebradas de las costas que me quedan tan lejos, de las llanuras áridas por las que camino y en la de los rostros que me dicen mucho sin abrir la boca. Y cuando lo físico se me queda pequeño –tan a menudo- para contentar un alma que tiene sed de no se qué, vuelo un poco hasta ese mundo intangible que me obliga a pensar. Me olvido de que creo en algo. Y desaparezco como una cucharada de sal en el Atlántico.